martes, 25 de agosto de 2020

Maite y Paco

El día 10 de agosto Francisco Montes, mi cuñado Paco, sufrió un accidente de bicicleta cerca de Sanchidrián, donde pasaban sus vacaciones de verano desde hace muchos años. 

No sabemos cómo fue el accidente porque iba por delante de su hijo Pablo y no tenemos ningún testigo de lo ocurrido. Cuando llegó Pablo varias personas estaban atendiéndole. Llamó inmediatamente a su madre y al ver que ya se hacían cargo de él las personas que se habían parado siguieron su camino. 

Llegó Maite y estuvieron con él, sujetándole, tirados en el arcén, tres cuartos de hora hasta que llegaron las asistencias. Lo intubaron allí mismo porque estaba inestable y se lo llevaron al hospital de Ávila.
Aquí empezó a tejerse la heroicidad de la esposa y madre, en su abandono y soledad, aunque siempre, en todo momento, muy bien acompañada, porque sus hijos en todo momento la han cercado. 

A Maite, en el desenlace de la muerte de su marido Paco, la he visto cómo a la Virgen de la Soledad, a los pies de la Cruz, dum pendebat filium, mientras estaba colgado su hijo. Así la he visto yo, mientras su marido estaba atado al respirador y a las otras máquinas, en una posición que era la del crucificado. Han apurado ambos el cáliz hasta la última gota.

Y como la de Maite, otra imagen que se graba en mi memoria es la de su anciana madre, Menchu, en su silla de ruedas, desmadejada, sin musitar palabra.

A vosotras, transidas de dolor, ambas como la Virgen de las tocas moradas, dejadme dedicaros las palabras que escribió el poeta de las grandes ocasiones:

Dame tu mano, María,
la de las tocas moradas.
Clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla
quiero ver si se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe
ese llanto cristalino,
y a la vera del camino
permite que te acompañe.
Deja que en lágrimas bañe
la orla negra de tu manto
a los pies del árbol santo
donde tu fruto se mustia.
Capitana de la angustia:
no quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre, la cuna
y tus gozos de Belén:
- No, mi Niño. No, no hay quien
de mis brazos te desuna.
Y rayos tibios de luna
entre las pajas de miel
le acariciaban la piel
sin despertarle. Qué larga
es la distancia y qué amarga
de Jesús muerto a Emmanuel.

¿Dónde está ya el mediodía
luminoso en que Gabriel
desde el marco del dintel
te saludó: -Ave, María?
Virgen ya de la agonía,
tu Hijo es el que cruza ahí.
Déjame hacer junto a ti
ese augusto itinerario.
Para ir al monte Calvario,
cítame en Getsemaní.

A ti, doncella graciosa,
hoy maestra de dolores,
playa de los pecadores,
nido en que el alma reposa.
A ti, ofrezco, pulcra rosa,
las jornadas de esta vía.
A ti, Madre, a quien quería
cumplir mi humilde promesa.
A ti, celestial princesa,
Virgen sagrada María.

Gerardo Diego


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