viernes, 28 de mayo de 2010

28 de mayo

Tal día como hoy nació mi madre en 1926. No ha llegado a cumplir los 84 años.
Ha muerto con 83, un numero primo, de los que gustan a los matemáticos.
Pero a mí me gusta más el ocho tumbado: un símbolo que en tan poco encierra un concepto que estoy seguro que para mi madre ha dejado de ser concepto, para ensancharse en la presencia de Dios, para hacerse con Él infinita. Ya no es concepto. Ya es ella. Es infinita.
Porque ha sido infinita su paciencia.
Porque ha sido infinita su generosidad.
Porque ha sido infinito su amor.
Porque ella es ahora infinita. Sin límite.

El pasado 26 de mayo el obispo de Getafe ofició un funeral por el eterno descanso de Carmenchu.
La parroquia de San Sebastián estaba a rebosar de feligreses de mi hermano Antonio, actuales y antiguos, estábamos el resto de los hermanos, con muchos de nuestros hijos, y muchos amigos.
En la monición ambiental, al pasar revista someramente a su vida, me salió decir que lo más característico de ella es que siempre se había fiado de Dios, al tener nueve hijos, cuando abría su casa a tantos que lo necesitaban, cuando junto con mi padre tanto han evangelizado y predicado y cuando jubilados se fueron de misión a Perú; y también me referí a los principales hitos de sus sufrimientos; se cayó y se rompió el tobillo derecho y ya no podía subir bien las escaleras del quinto piso en que vivíamos en Alcobendas; volvió de Perú con el linfoma y la quimioterapia le arrancaba la vida (¡cuánto me acuerdo de ti, Elena!); aceptó luego su viudedad (todos los días cuando rezaba Laudes sola, se le escapaban, me confesaba, algunas lagrimicas); después su caída de hace dos años, que le pulverizó el hombro izquierdo y le pusieron una prótesis con la que tuvo que aprender de nuevo a manejarse con las dos manos y a manejar como dicen los americanos y lo hizo (su médico cuando levantó el brazo hasta por encima de la cabeza ayudado por el otro brazo, se emocionó, le dio las gracias, se levantó y la abrazó, dejándola sorprendida y azorada porque decía que era al revés, que era ella la agradecida); y por último su última caída y su muerte; pues al hablar de todo esto me emocioné y ya no pude seguir articulando vocablo alguno, solo pude balbucear entrecortadamente que en todos estos acontecimientos siempre se había fiado de Dios, nunca maldijo, sino que siguió bendiciendo hasta el final y todos nosotros éramos su fruto.

¡Qué bonita vida he tenido!, nos dijo.
¡Qué bonita vida has tenido!, te digo.

Felicidades, mamá.

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